loader image

Una Generación para el Desarrollo argentino

Decir que tenemos problemas dejó de ser una novedad hace mucho tiempo, pero encontrar el diagnóstico correcto es hace un buen rato el desafío. A nuestra manera, ese es el ambicioso objetivo que nos proponemos alcanzar desde Generación para el Desarrollo (GD), espacio en el cual venimos desarrollando diferentes actividades para contribuir a ese debate desde el año pasado.

Tiempo de lectura: 15 minutos

“Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera” es la icónica frase con la que comienza Ana Karenina, la célebre novela de Leon Tolstoi. Poderosa referencia sobre las tragedias particulares que le dan su singularidad a la historia de cada hogar, esta puede aplicarse a la historia reciente de nuestro país. Decir que tenemos problemas dejó de ser una novedad hace mucho tiempo, pero encontrar el diagnóstico correcto es hace un buen rato el desafío. A nuestra manera, ese es el ambicioso objetivo que nos proponemos alcanzar desde Generación para el Desarrollo (GD), espacio en el cual venimos desarrollando diferentes actividades para contribuir a ese debate desde el año pasado.

Pero nuestro nervio y vocación no se quedan solo en el diagnóstico. Creemos que es el momento de dar un paso adelante. No ser meros relatores, opinadores, filósofos o editores de papers. Sino constructores una red que contenga, forme y desarrolle profesionalmente a los protagonistas que van a transformar la realidad. Tener no solo las ganas de ser protagonistas, sino la pericia. Eso es Generación para el Desarrollo, que hoy alcanza a profesionales de las más diversas disciplinas (desde economistas, politólogos y profesionales de la comunicación hasta ingenieros nucleares, de sistemas y expertos en energía y seguridad), incómodos con el devenir que nos trajo a este presente y obsesionados con poner a nuestro país en su camino inevitable, merecido y urgente al desarrollo económico y humano.

¿Por qué entonces “Generación para el Desarrollo”? Porque el estado actual de la Argentina nos plantea desafíos que requieren un enfoque generacional. Ese punto de vista debe estar acompañado de un marco teórico propio, que como espacio político nos dé también un diferencial conceptual que se sume al etario.

Y la raíz de ese concepto es ponernos de acuerdo en qué entendemos por desarrollo. No quedarnos con una definición de manual que conjugue crecimiento económico con medidas para la inclusión social. Sería quedarnos a mitad de camino en la multidimensionalidad de lo que verdaderamente es un país desarrollado.

Podríamos pensarlo esquemáticamente, haciendo dialogar dimensiones. Una económica, en la que se equilibren una macroeconomía ordenada con una política productiva. Otra social, donde el primer metro cuadrado de los ciudadanos sea el centro de los esfuerzos (ingreso, acceso a servicios públicos de calidad, acceso a la vivienda). Una dimensión territorial, que armonice la idea de desarrollo en la extensión de nuestra patria diversa, amplia hermosa, necesitada de infraestructura, eficiencia y equidad para el desarrollo de economías regionales. Y una institucional, con foco en la calidad de la vida política y civil, la administración de los recursos y el cuidado de las políticas de estado. Aun así, restaría mucho por andar para hablar de desarrollo.

Porque al final del camino, más allá de esquemas, el desarrollo es que las personas puedan elegir el modo de vida en que quieren vivir. Colectivamente, en libertad, respetando dimensiones culturales, civiles y políticas y procurando progresar sin pausa en las capacidades económicas y sociales. Desarrollo es encarnar que para un argentino no haya nada mejor que otro argentino, porque juntos tenemos que construir esa vida mejor y de manera sostenida en el tiempo.

Dónde estamos

Hoy estamos lejos. Tiene que quedar atrás el país que no crece desde 2011; el de la falsa dicotomía entre crecimiento y distribución donde con una torta más chica e inflación no sólo tenemos menos para distribuir, sino que damos lugar a que ideas erradas presenten soluciones imposibles. El país donde la calidad del empleo se pauperiza al mismo ritmo en que baja la calidad educativa, consolidando una trampa intertemporal. Una Argentina de proponer sin escuchar y de escuchar solo a los cercanos. De enamorarse de herramientas en lugar de objetivos y peor, de insistir con herramientas fracasadas que no solucionan y dan lugar a propuestas aún más destinadas al fracaso.

Una Argentina desarrollada es una que pueda hacer uso pleno de sus capacidades productivas, lista para un salto exportador, con mejor calidad de empleo e ingresos, con economías regionales dinámicas y el contrato de movilidad social ascendente renovado. Parada sobre su potencial agro-bioindustrial; sus más de 50 años de industria biotecnológica capaz de desarrollar tecnologías como el trigo HB4 resistente a la sequía que, en escala, podría contribuir a paliar el hambre global. Protagonista de la transición energética con el desarrollo de la cadena del litio, el cobre; exportando gas natural licuado (GNL) a todo el mundo y llevando a otro nivel su industria petroquímica, insumo difundido clave. Desarrollando energías renovables y combustibles con alta proyección de demanda (por ejemplo, hidrógeno limpio) parada en la bendición de contar con los mejores vientos del mundo para energía eólica en la norpatagonia y la mejor radiación fotovoltáica en San Juan y la Puna para energía solar. Una Argentina con anclaje en una tradición industrial de más de un siglo, donde se fabrican satélites y reactores nucleares modulares; y en donde podríamos producir el cartón para el envoltorio de cada pedido online de cualquier plataforma de e-commerce alrededor del planeta; los autos, buses y camiones que deberán dejar de andar con combustibles tradicionales; los bienes de capital para el aprovechamiento integral de nuestros recursos y en donde nuestras proteínas se convierten en alimentos diferenciados en cada góndola del mundo. Una Argentina que exporta servicios por triplicado respecto a hoy, porque cuenta con los profesionales, la capacidad y la calidad para ello.

Nuestro punto central es: Argentina puede potenciar esto. No es sólo un anhelo. Puede. Y allí radica la obsesión de nuestro compromiso.

A dónde podemos ir

Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo se construye una alternativa para la actual situación? Aquí es donde volvemos al mandato generacional. Nuestro “deber ser” a futuro. El triunfo de Milei es un mensaje no de adhesión a su des-regulacionismo conservador y de exclusión social, sino un mensaje a la dirigencia tradicional: renovación o muerte. La renovación, en ese sentido, debe ser del sistema en su conjunto, y debe incluir desde personas hasta ideas, pasando por las prácticas. Se acabaron las oportunidades para las ganas de tener razón. Es el tiempo de poder resolver problemas. Problemas que la experiencia libertaria va a agravar y para cuya solución generacionalmente nos tenemos que preparar.

Más que ser mejores, el compromiso es ser racionales y virtuosos, con la Argentina en el centro y la vocación de no repetir errores. En este camino, algunas pautas son fundamentales. En primer lugar, desterrar la obsesión por consumir los stocks del país sin garantizar flujos que nos abastezcan en el futuro. Siempre en pos de satisfacer objetivos de corto plazo, esta ha sido una marca registrada desde el retorno a la democracia. Ya sea con los activos del sector público durante los ‘90, el boom de los commodities en los años kirchneristas de los 2000, la capacidad de tomar deuda con el macrismo o incluso la deuda comercial que el BCRA dejó crecer (hasta que las reservas pasarán a ser negativas) durante la etapa del Frente de Todos, la marca registrada del país ha sido vaciar el motor e intentar conducir el país sin combustible. Todo eso nos lleva a la conclusión de que hace falta dar discusiones sinceras y estructurales, para así acordar y consolidar un proyecto de país sostenible, inclusivo y duradero.

En segundo término, dejar de confundir objetivos con herramientas. O, incluso peor, ideologizar herramientas. El universo de esta confusión encierra numerosos ejemplos que van desde relativizar (cuando no, ocultar) la gravedad de la inflación y su mayor impacto en los sectores más carenciados; creer que construir una moneda que sirva para ahorrar es atentar contra el consumo; agotar la capacidad para tomar deuda en períodos de corto plazo para cuestiones de gasto corriente; suponer que regímenes promocionales reemplazan el orden macroeconómico; confundir garantías procesales con que la seguridad no es una problemática fundamental de los ciudadanos; o ideologizar partidariamente las relaciones internacionales.Imposible ser exhaustivos en este espacio, pero un deber tener la metodología y praxis que identifique vicios a remover.

No hay más lugar para el divorcio de la clase política y la calle. No hay más lugar a que la discusión pública sea sobre personas, dirigentes y sus circunstancias y no sobre la Argentina en sí. Costó muchísimo lograr 40 años de democracia para que hoy alguien se sienta validado a cuestionar los acuerdos más básicos. Aquí cabe la autocrítica que todos tenemos que hacer para identificar qué dejamos de escuchar y proponer para que eso ocurra. Como generación tenemos que diferenciar el ego de la soberbia. El ego es “querer ser”. Todos queremos ser, protagonizar, haber ayudado a que algo mejore. Es sano. Soberbia, en cambio, es pensar que solo nosotros podemos hacerlo. Haber dejado de escuchar fue, al fin y al cabo, una muestra de soberbia en la que no podemos incurrir nosotros.Max Weber señaló la diferencia entre vivir de la política o para la política. Si no queda claro que hay que dejar atrás la primera opción para sumergirse sin atajos cortoplacistas en la segunda, nada será resuelto (independientemente de los vaivenes electorales). Solo partiendo desde ahí, consideramos que es posible dar la discusión nodal del desarrollo y, como recita nuestro amado himno, con gloria morir.