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POR QUÉ PARUSÍA

Equilibrio e inclemencia en nuestra historia nacional

Tiempo de lectura: 12 minutos

  1.  

Si R. W. Emerson le hubiera dedicado un capítulo de su Representative Men al ser argentino como tipo ideal habría elegido, sin duda y con perdón del anacronismo, a Lucio Victorio Mansilla. No porque fuera un héroe de epopeyas militares ni un profeta de doctrinas imperecederas, sino porque en él se encarnaba algo de la intensidad en la contradicción y del exceso que caracterizan a nuestro país: la dialéctica “civilización” – “barbarie”; la ironía culta y el salvajismo violento; la cosmópolis europea y la llanura interminable; el gesto nacionalista del burgués criollo, la tendencia cipaya de la oligarquía terrateniente y la marca de caín con la que cargan todos los derrotados y humillados por el Estado nacional liberal. Porque hablamos de un miembro de las élites del período que debió integrarlas sabiéndose menos; aceptado a regañadientes por los grandes vencedores de Caseros que le habían puesto punto final a la experiencia rosista – de la cual él era un descendiente directo. Lucio era hijo del matrimonio entre Norberto Mansilla -comandante de las fuerzas patriotas que resistieron la invasión anglo-francesa en Vuelta de Obligado- y Agustina Ortiz de Rozas, por ende, era sobrino de Juan Manuel. Ténganme un poco de paciencia en este recorrido histórico.

“Perdonado” a medias, Mansilla terminó ocupando su lugar en nuestro panteón como un dandi errante; hombre que se mueve entre mundos a priori incompatibles sin pertenecer por completo a ninguno. Es el caballero que se pasea por los salones de París con la misma elegancia con la que comparte mates entre la tropa argentina que combate en Paraguay, que cita a Montaigne mientras narra su proceso de negociaciones con un cacique, que entiende que la cultura no es solo lo que se imprime en los libros sino lo que se fragua en la experiencia. Y su obra más famosa, Una excursión a los indios ranqueles, refleja esta complejidad: lejos de ser un relato de viaje de los tantos que en nuestro siglo XIX se nutrieron del efecto que las extensas llanuras pampeanas provocaban en la imaginación de lectores tanto criollos como europeos, es fundamentalmente el testimonio de un experimento intelectual, político, y en definitiva, humano. Hagamos doble click ahí, porque es uno de los momentos cruciales del derrotero que motiva la publicación de este dossier.

Es 1870. Mansilla, ya teniente coronel en su regreso de la Guerra del Paraguay, había apoyado a Sarmiento en su campaña presidencial con la expectativa de ser nombrado Ministro de Guerra. Pero, traicionado, en lugar del cargo prometido es enviado a la comandancia de la frontera entre Córdoba, San Luis y Mendoza, desde donde  se adentra en territorio ranquel para conocer de primera mano aquello que la época simplificaba como la “barbarie” opuesta a la “civilización”. En concreto, la excusa para esta aventura era darle forma final a un pacto de paz que el siempre indómito Mansilla quería firmar con el cacique ranquel. Si bien el puesto que le asignaron había sido casi un castigo, en su cargo como comandante eligió no limitarse a la vigilancia: desde el primer minuto buscó tejer alianzas con las poblaciones nativas, entendiendo la lógica de la frontera y apostando por la recuperación de un esquema de convivencia olvidado, prácticamente desechado por las autoridades nacionales, pero que había sido posible en tiempos de Juan Manuel de Rosas. Me refiero al llamado Negocio Pacífico de Indios, una política que en la década de 1830 había permitido evitar conflictos armados mediante el reconocimiento de la existencia de “indios amigos” y el intercambio permanente de bienes. A diferencia de la agresividad improvisada con la que la Argentina inaugurada por el tándem Mitre-Urquiza había estado intentando resolver la cuestión indígena, Mansilla no ve en los ranqueles (ni en los indios en general, amén del proceso de araucanización que se vivía en la Patagonia) un obstáculo para la consolidación del Estado, sino una población que, incorporada con inteligencia, podía formar parte del país futuro.

En sí mismo, Una excursión es un compendio de cartas dirigidas a su amigo Santiago Arcos, quien diez años antes había señalado en Cuestión de Indios su pertenencia al bloque que consideraba que el mejor método para resolver de una vez y para siempre el problema de las fronteras internas era una ofensiva militar contundente y una posterior distribución mediante el traslado, es decir desmembramiento de familias indígenas en diferentes actividades laborales a lo largo y a lo ancho del país. Esta hipótesis -finalmente triunfante- tenía un objetivo no siempre confesado: la incorporación de gigantescas porciones de tierra para la explotación extensiva de un conjunto de familias de la élite gobernante; un mecanismo de colonización que profundiza la divergencia con el modelo norteamericano de pequeños farmers productores que se repartían parcelas hacia el oeste. Mansilla se mete en el barro para comparar. No como un emisario altivo de la civilización, sino como un relativizador lúcido de las verdades absolutas con que se pretendía condenar a todo un sector de lo que él consideraba la argentinidad entera. “Ojo, esta gente no es tan distinta a nosotros. Nosotros le decimos civilización a la guerra de destrucción total que acabamos de hacerle a Paraguay. Estamos dando lecciones de moral con la bragueta abierta.” Y remata, con ironía: se duerme mucho mejor en las tolderías que en los hoteles llenos de pulgas de los que se vanagloria la Argentina rica con su retórica de europeización. Para Mansilla, como para la Iglesia, la solución era la implementación de colonias mixtas y la incorporación al mercado de trabajo mediante la cristianización. Mansilla mira y no ve animales, ve brazos para trabajar y almas para salvar. Para él, estos «cristianos», como los llama con insistencia en su libro, podían ser parte de la nación si se los incorporaba con inteligencia, reconociéndolos como sujetos útiles para el progreso por su capacidad de producción, y no como obstáculos a la modernidad. No se trataba solo de poblar sino de poblar con los que ya estaban, y en esa diferencia se juega toda una concepción del Estado y de su relación con lo relegado, con lo excluido.

Cuando Mansilla cruza la frontera y llega a la toldería de Leubucó está yendo al encuentro de su propio pasado. Allí lo espera el cacique Mariano Rosas, y en ese cruce de miradas hay más que un gesto diplomático: hay una historia común de derrotas, la sombra de un linaje roto por Caseros, por la caída del rosismo, por el avance irreversible del nuevo orden. Una herencia irredenta. ¿Cómo que Mariano Rosas? Es que Mariano, antes de ser Rosas, había sido un niño indígena que apropiado, criado en una estancia y adoptado casi como un hijo por el Restaurador. Veinte años después de la caída de su antiguo benefactor, se encuentra con un hombre que también lleva su apellido y que también carga con el peso de haber pertenecido al bando de los vencidos. Si bien no hay en el relato de Mansilla nostalgia por el pasado rosista ni una reivindicación explícita de su tío, hay algo más poderoso: una conciencia profunda de que la historia podría haber tomado otro rumbo, de que la línea divisoria entre la civilización y la barbarie no tenía por qué desaparecer en un escenario de aniquilación sino que bien podía mutar en un espacio de síntesis, de negociación, de construcción compartida. Pero deviene en registro de esa posibilidad que no fue: el pacto de paz firmado jamás fue aprobado por el Congreso y una década después se realizó el exterminio.

Es por eso que en sus ensayos tanto escritos como audiovisuales, al enorme pensador-historiador Javier Trímboli le gustaba entretener la idea de que si Una excursión hubiese sido canonizado en la literatura argentina -en lugar, por ejemplo, del Facundo de Sarmiento- y celebrado en su propio tiempo, eludiendo así su destino de ser tan solo una nota al pie en la historia del gran proyecto nacional de la Campaña al Desierto, quizás hoy la Patagonia no sería un territorio deshabitado sino un espacio integrado; y quizás aquellos pueblos no estarían confinados a los márgenes de la historia sino que sus descendientes formarían orgullosos parte del tejido social y productivo del país. Si Esteban Echeverría, el gran poeta nacional, tenía una gran obra dedicada a cada enemigo crucial de la nacionalidad blanca y pura –El matadero para el gaucho, La cautiva para el indio-, la política de reparto de tierras para pequeños productores ejecutada por Sarmiento en Chivilcoy ya había dejado claro que para el primero, el gaucho devenido en el campesino rural, a lo largo de la década del 70 se había entreabierto una puerta para el ingreso al nuevo orden, consolidada luego a nivel cultural con la publicación de La Vuelta del Martín Fierro, donde éste vuelve del exilio en territorio indígena domesticado, moralizante, convertido en peón. Para el segundo, para el indio, esa posibilidad de inclusión no existió, y es importante aclarar que esto no fue así para toda Hispanoamérica. Mientras que el Alberdi de las Bases sentenciaba en 1852 que “Hoy mismo, bajo la independencia, el indígena no figura ni compone mundo en nuestra sociedad política y civil”, en México, por ejemplo, se preparaba para su primera presidencia Benito Juárez, indio zapoteca que cambiaría la configuración de nuestra nación hermana para siempre. 

Me interesa recuperar este episodio en particular no para elevar un lamento de izquierda nostálgica o anti roquista que añora modos de vida precapitalistas. Lo pongo sobre la mesa para hablar del desarrollo austral, porque ilustra con una claridad asombrosa el daño que le ha hecho a nuestro suelo la imposición acrítica de imaginarios exógenos, cuando había lugar para posiciones más mediadas y más comprensivas de las fuerzas vivas que nos son propias. En este caso, el siempre voraz capital extranjero y sus aliados locales enmascararon sus intereses económicos a través de doctrinas demenciales como el darwinismo social y una idea abstracta y europea de civilización, pero en esa capa discursiva-política-cultural el binarismo se puede resumir en el clásico occidental de Platón (la idea es anterior y superior a la realidad material) contra Aristóteles (las formas están inmanentes en las cosas, en la realidad material, y solo pueden conocerse a través de la experiencia y la observación). En la última página de su libro, Mansilla recuerda que “todos los americanos tenemos sangre de indio en las venas”: una concepción puramente argentina de civilización, surgida de un hombre de la frontera -no solo de los mapas, sino del espíritu- que se ubica entre la Nación que se soñó europea y la que, en su fondo inagotable, sigue siendo mestiza e indómita. Y la que, mixturada después con distintas cepas de inmigración, se manifestó sólo mediante destellos (de mayor o menor intensidad) hasta mediados del siglo siguiente, con su irrupción triunfante de la mano de un sector del Ejército que se dio a llamar peronismo.

Aunque siempre bajo la estrella de la felicidad del pueblo, la irrupción en la escena política y social del peronismo tuvo distintas etapas, moldeadas en función de lo que demandara la hora. Una vez reparada la injusticia de origen, de base -la exclusión del trabajador argentino de la plaza pública y de cualquier mecanismo de toma de decisiones-, el movimiento que se había destacado entre 1946 y 1949 por la promoción irrestricta de la justicia social y la defensa de los sectores más postergados (los niños, los ancianos, las mujeres) enfrentó desafíos que devinieron en la maduración de la concepción económica de Perón. Habiendo navegado desde un comienzo en un contexto de transición geopolítica, signado por el declive del imperio británico y el auge de los Estados Unidos, el gobierno peronista se topó con problemas lamentablemente demasiado familiares: escasez de dólares, estancamiento, inflación. No quiero ahondar ahora en la demostración de coraje y de virtuosidad del General Perón que resuelve este problema con audacia en los años del 2° Plan Quinquenal, con su visión centrada en la productividad, el incremento del ahorro y de la inversión y la apuesta por la industria pesada en un marco de reducción del déficit fiscal, porque seguro aparecerá con alguna recurrencia a lo largo de este dossier y en descripciones de compañeros más capacitados que yo para abordarlo. Sí quiero detenerme en lo siguiente: mientras que en ese momento de 1953 se refleja la versión superador de la mirada económica del peronismo “de Perón”, hay un documento que transmite su concepción final y más perfecta en lo que respecta a la integración de este eje con el político, el social y el cultural: Modelo argentino para el proyecto nacional, de 1974.

En su regreso del exilio, un siglo después del viaje de Mansilla, el Perón que arriba al país es un Perón que viene de estudiar con detenimiento las transformaciones del mundo y, a partir de ellas, de entender que el modelo de confrontación permanente, descarnada y sin cuartel no era un camino viable para garantizar un futuro en la Argentina. Desde Puerta de Hierro, había sido un observador atento del fracaso del desarrollismo sin base social que intentó sucederlo; de la deriva comunista de Cuba y sus consecuencias; y, fundamentalmente, del proceso de golpes de Estado que avanzaba sobre el continente, con Brasil, Chile y Uruguay ya bajo regímenes dictatoriales, caracterizados por un esquema novedoso y brutal de represión política y de imposición del modelo económico de reprimarización y endeudamiento. Pero llega y entre la convulsión generalizada lo orienta la intención firme de conducir a la nación hacia una síntesis que permita superar la crisis y evitar el desmembramiento: Perón tenía muy presente la experiencia de Charles De Gaulle en Francia -a quién admiraba-, que había logrado reconstruir la autoestima nacional francesa y sanar las heridas de la ocupación nazi y sus colaboracionistas mediante la reorganización de un Estado fuerte y ordenado sobre la base de una política de concertación que armonizaba sectores disímiles alrededor de un proyecto nacional. Entendía, en este sentido, que la clave no estaba en la imposición ideológica, sino en la habilidad de conciliar intereses en un modelo flexible y capaz de adaptarse a la realidad sin perder identidad. Su Modelo Argentino no es un programa cerrado ni una receta doctrinaria: es un marco general, una invitación, una estructura pensada para evolucionar con el tiempo y la negociación. Por eso es un “modelo” para un “proyecto”: el modelo es la idea, pero lo que importa es la realidad, el proyecto, que no es parido por una abstracción racional sino por la realidad material y la confluencia de intereses.

En esto, Perón se ubica muy claramente en el marco aristotélico para concebir la política, con la prudencia y la búsqueda del equilibrio armónico como herramientas centrales para la construcción de un buen gobierno. Si para Aristóteles, dicho mal y pronto, la virtud radica en el término medio, en el punto de equilibrio entre los extremos, Perón había encarnado esa lógica desde el nacimiento de su doctrina: ni capitalismo salvaje ni estatismo dogmático, ni el egoísmo del individualismo extremo ni la asfixia del colectivismo aplastante. O mejor, “todo en su justa medida y armoniosamente”. Pero acá, en este regreso y en este documento, el peronismo alcanzaba su cenit: la fusión con la argentinidad en su conjunto. Su traducción final es la modificación de la sexta verdad, que pasa de ser “para un peronista no puede haber nada mejor que otro peronista” a «para un argentino no puede haber nada mejor que otro argentino». También exponiendo una concepción profundamente aristotélico-tomista, el Modelo postula que a la economía la precede la filosofía política, porque primero debe existir una visión del hombre y de la comunidad para luego ordenar la producción y la distribución de bienes en función de su bienestar. En otras palabras, entiende que el mercado no es autónomo, sino que debe estar subordinado a un proyecto nacional y a una ética que ordene su funcionamiento. 

Entre los aspectos más sorprendentes del Modelo Argentino está la claridad con la que Perón anticipa el futuro de la economía mundial. En 1974, ya advertía que el desarrollo del siglo XXI no se definiría por la capacidad de fabricar manufacturas en serie, sino por la producción de conocimiento y tecnología asociada a la industria y a la explotación de nuestros recursos naturales. Y que, en un mundo en el que la globalización recién despuntaba -la “etapa universalista”, la llama- la misión no era resistirla desde el aislacionismo, sino procurar integrarla inteligentemente, sin perder soberanía ni quedar subordinados a los centros de poder mundial. Leído desde hoy, se nos aparece como un Moisés a la inversa: el que baja con las tablas de la ley pero para evitar que el pueblo argentino deba vagar por décadas en el desierto. Un esfuerzo por ordenar la cosa antes de que sea demasiado tarde. Ya lo sabemos: el proyecto queda huérfano y el país entra en una espiral de la que tardará décadas en salir y que dejará las heridas de las que todavía no pudimos terminar de sanar. Ahora, con la utópica ambición de ser justos, toca “pegar” para el otro lado: esta otra instantánea de una Argentina armónica e integrada fue derrumbada por la virulencia incontenible de otra injerencia foránea y sobreideologizada: la lucha por el socialismo nacional, que pintada de distintos colores, importaba un clima de época caracterizado por el vanguardismo del “hombre nuevo” y la estetización de la violencia – con su consecuente pasión por la muerte (por darla y por ofrecerla en sacrificio). Es otro episodio de nuestra fatalidad criolla, otro fracaso en el intento de construir desde un reconocimiento de plano a la legitimidad de los diversos sectores que componen la argentinidad, obstruido por grandes narrativas sobre el progreso de la humanidad con las que se justificaron la severidad descarnada y el propósito de arrasar al “enemigo” hasta las últimas consecuencias. 

Lucio V. Mansilla proponía una solución que nos podría haber ahorrado sangre y una mala distribución de tierras —y, por lo tanto, la mala distribución demográfica que aún pesa sobre la Argentina—; Juan D. Perón intentó forjar la llave para que no quedemos atrapados entre una estructura productiva obsoleta y un paradigma neoliberal-financiero cuando el capitalismo posfordista hiciera su entrada definitiva. Lamentablemente, desde entonces a Una excursión a los indios ranqueles y al Modelo argentino para el proyecto nacional solo los recuerda un puñado de nostálgicos trasnochados o algún que otro profesor universitario sin incidencia política; o sea gente que no toma decisiones sobre el rumbo de esta tierra ni pretende hacerlo; o sea nadie. Hoy, medio siglo después de este y un siglo y medio después de aquél, habitamos una nación ultrajada, humillada, infiltrada hasta la manija por potencias extranjeras, que atestigua impotente la descomposición del lazo social en su interior. 

Este recorte histórico pretende señalar -porque en estos días parece que todos o casi todos lo olvidamos- que sin comunidad no hay nación, sin política no hay rumbo y sin una economía al servicio del hombre, sólo queda la servidumbre al capital. Y que recuperar aunque sea destellos difusos de estos futuros perdidos no constituye un mero ejercicio de nostalgia, sino de inscribirse en una tradición como plataforma para volver a la pregunta de cómo reponer, en el presente, esa misma actitud de imaginación política.

A lo largo del año pasado notamos, por la proliferación acelerada de grupos, espacios, canales de stream y demás formas de organización actuales -de la que formamos parte con Vino por el Desarrollo– la aparición firme de una generación de jóvenes, transversal a los partidos políticos, que empieza a hartarse de la batallita cultural que ha moldeado el debate público de los últimos años. En nuestro caso particular, lo que observamos es el pasaje pendular desde el avance de lo que llamamos “nietzscheanismo de izquierda”, es decir, el discurso de la “deconstrucción” exacerbada de toda moral tradicional, que terminó por disolver toda referencia comunitaria en un individualismo atomizado, hacia un “nietzscheanismo de derecha”, que reaccionó a esa cruzada con una sobreactuación de la “masculinidad” entendida como dominación y con el culto al mercado como un ordenador amoral de lo social. De un lado, en nombre de la libertad de las minorías, se llegó a convertir todo vínculo en sospecha, toda costumbre en opresión y todo romanticismo en ingenuidad; del otro, la cultura de los cryptobros, la entronización del resentimiento de masculinidades inseguras y la fetichización del éxito económico como única brújula existencial; pero tanto uno como el otro presentando a la autosuperación individual como un reemplazo posible a la comunidad. Es que, en ese sentido, el progresismo exacerbado y la reacción banal que suscitó son posiciones surgidas de la resistencia ante las estructuras colectivas. Variables del liberalismo. Por eso la mención de lo aristotélico, que no es un snobismo inconducente sino que busca ser una definición política: creemos en las construcciones equilibradas y no en la imposición de ideologías de moda; en la felicidad como objetivo, la comunidad como eje, la economía como herramienta y la política como ordenadora

Tanto en este volumen como en los que vendrán, queremos aglutinar a todos aquellos que crean que un país no se gobierna con abstracciones ni con gestos vacíos, sino integrando los intereses del país realmente existente: trabajadores, empresarios, científicos, sectores productivos. Trabajo y producción. Tradición y modernización. Y creemos que no se trata de inventar una cosmovisión desde cero, sino de recuperar la tradición de la que indefectiblemente somos herederos, mirarla de frente, comprenderla críticamente y proyectarla hacia el futuro. Nuestra historia, con sus aciertos y fracasos, no es una estructura muerta que se reproduce inalterada, sino un diálogo en movimiento, no hay vanguardismo porque hay compresión de que no hay avance posible sin el dominio de aquello que se quiere superar: los Picasso de la vida solo pudieron revolucionar el arte porque primero habían dominado las reglas clásicas contra las que se rebelaron. Nuestro desafío no es la mera innovación por la innovación misma, sino la búsqueda de nuevas formas de comunidad que permitan definir qué debemos exigirle a este tiempo, qué es lo que queremos conservar y qué es lo que debe cambiar para que el país pueda proyectarse en un siglo XXI del que hoy parece excluido. Queremos aglutinar porque consideramos que esta sociedad atomizada que deja el neoliberalismo requiere de nosotros, más que respuestas institucionales, una reconfiguración moral, porque sin un marco compartido de valores, sin la posibilidad de discutir sobre qué es virtuoso y por qué, seguiremos reproduciendo lo existente en formatos cada vez más degradados.

Este dossier es nuestra humilde contribución a ese proceso. Un punto de encuentro para quienes piensan la Argentina desde distintas procedencias y desde diversos espacios de pertenencia, pero aunados por el deseo de superar la fragmentación y retomar el camino del desarrollo. Se habrá notado que quien escribe estas líneas es ante todo un argentino; pero en segundo lugar un peronista. En él escribirán compañeros y compañeras, pero también compatriotas de otros movimientos o partidos: ni a unos ni a otros los primeros ni a los segundos hacemos cargo de estas palabras, que corren por cuenta nuestra y de quienes suscriban a ellas. Pero queremos incluir en este debate sobre el desarrollo argentino no solo a quienes construirán hombro a hombro con nosotros el proyecto que merecemos, sino también a quienes se nos opondrán: sin desconocer el conflicto subyacente, creemos importante conocer qué intereses prioriza cada uno por sobre los demás y por qué. En este sentido, identificamos una doble tarea generacional: la construcción de redes propias, subterráneas, entre quienes eventualmente tomarán las riendas de sus estructuras partidarias; y el sacudir a nuestras dirigencias con la necesidad urgente de un proyecto de país. Aspiramos no a compartir una identidad política sino la convicción de que en este presente de incertidumbre la salida no está en la ruptura nihilista ni en la conservación pasiva de lo que ya no funciona, sino en el ejercicio de construir comunidad. Entre la resignación nostálgica y la imaginación distópica, apostamos por una articulación que restablezca la seguridad, el significado y la conexión que la Política parece haber perdido.

Ese es el sentido de Parusía. El nombre, que remite a la idea de advenimiento, no encierra una promesa de redención final sino el signo de una espera activa, de un posicionamiento que no se limita a diagnosticar sino que busca incidir sobre la realidad. Decía Gershom Scholem que el mesianismo no es la simple espera de un acontecimiento salvador sino una fuerza que actúa en el presente, porque el desafío no es esperar a que la historia ofrezca las condiciones de la redención sino trabajar para que esas condiciones se den. La irrupción de un nuevo liderazgo, de una nueva síntesis, no ocurrirá como un hecho espontáneo sino como el resultado de la conjunción de actores políticos, técnicos y productivos capaces de reconstruir un horizonte de sentido. De eso se trata lo que llamamos nuestro “mesianismo sin espera”. Y de eso se trata nuestra convocatoria.