Entre la inestabilidad macroeconómica y la pendularidad de las políticas productivas, nuestro país no ha sido capaz de generar mejoras sociales sostenibles para todos los compatriotas. A partir de 5 ideas centrales, los autores buscan proponer posibles bases para la construcción de un consenso productivo nacional necesario y urgente.
por Paloma Varona y Daniel Schteingart | 23 abril 2025
Tiempo de lectura: 8 minutos
Hace ya bastante tiempo que Argentina viene transitando una dinámica económica marcada por la inestabilidad, la pérdida de capacidades productivas y, como resultado, deterioro social. Desde 2011, la economía no logra crecer de forma sostenida. En este período, la acumulación de desequilibrios macroeconómicos —alta inflación, brecha cambiaria, falta de dólares, endeudamiento— profundizó las dificultades estructurales del país. A la mala macro se sumó la falta de consensos entre las principales fuerzas políticas sobre el rol que deben tener los distintos sectores productivos (agro, industria, recursos naturales, servicios) en el desarrollo del país.
Las miradas más liberales tendieron a desconfiar del rol de la industria como motor del desarrollo y priorizaron al agro y los recursos naturales, lo que derivó en un retroceso de la industria, a pesar de que esta sigue jugando un rol central en el mundo actual. En contraste, los gobiernos que enarbolaron la bandera de la “industrialización” a menudo lo hicieron desde una mirada romántica y algo anacrónica, lo que se tradujo en políticas industriales de alto costo y pobres resultados. En ese camino, esos gobiernos también descuidaron el agro y los recursos naturales, limitando el potencial de muchas industrias relacionadas.
Esta falta de consensos productivos se expresó en políticas pendulares, con cambios permanentes en las reglas de juego que rigen para los actores económicos y sociales. Esos vaivenes fomentaron comportamientos cortoplacistas —como pretender ganar en cuatro años lo que normalmente llevaría veinte—, lo cual atenta contra la paciencia estratégica que requiere construir el desarrollo en serio.
Desde 1983, Argentina logró consolidar una política de Estado en torno a la democracia como forma superadora de gobierno, dejando atrás más de medio siglo de penduleos entre regímenes constitucionales y dictatoriales. Eso demuestra que la falta de consensos no está escrita en nuestro ADN. Por eso creemos que también es posible construir un consenso productivo que, de una vez por todas, deje atrás los volantazos que tanto daño han hecho.
A continuación, proponemos 5 ideas para construir ese consenso productivo.
Idea 1. Sin la macro no se puede, con la macro sola no alcanza
A menudo escuchamos voces que sugieren que lo productivo es de quinto orden y que la macro es la prioridad máxima. Desde ya, una macroeconomía ordenada es condición necesaria para cualquier estrategia de desarrollo que aspire a mejorar la calidad de vida de las personas. Pero con eso solo no alcanza.
El mundo tiene casi 200 países, y la gran mayoría de ellos mantiene una macroeconomía razonablemente estable. Incluso casi todos los países de América Latina también tienen una macro estable. Sin embargo, solo alrededor de 40 países son desarrollados. ¿Qué los distingue del resto? Su estructura productiva y tecnológica. Todos los países desarrollados cuentan con sistemas científico-tecnológicos robustos, articulados con su entramado productivo. Y la mayoría, además, tiene industrias manufactureras fuertes, especialmente en ramas de alta complejidad como maquinaria, vehículos o medicamentos.
Vivir mejor requiere, sin dudas, que la economía crezca de forma sostenida durante mucho tiempo. Una macro ordenada contribuye a que ese crecimiento sea posible, brindando mayor previsibilidad a toda la sociedad. Pero es la estructura productiva la que determina cuántos dólares puede generar la economía y, en consecuencia, cuál es el techo de ese crecimiento. También define qué tipo de empleos se crean, en qué sectores y en qué regiones.
Si lo productivo no importara, daría lo mismo tener o no una sequía. Sería indistinto contar con industria o no. O que exista Vaca Muerta o no. Pero cuando esas mismas personas que dicen que “lo productivo es secundario” tuitean prendiéndole una vela al clima para que llueva, en realidad están reconociendo —aunque no lo digan— que lo productivo es clave.
Todo esto ayuda a entender por qué la política productiva es un complemento central de la política macroeconómica. Y por qué necesitamos construir consensos productivos para que la política productiva se sostenga en el tiempo y, con ello, las reglas de juego en las que operan los actores del mundo productivo.
Idea 2. Sin mercado no hay desarrollo posible, pero sin Estado no se puede transformar la estructura productiva del país
Está de moda pegarle al Estado y decir que es la madre de todos los problemas. En muchos casos, eso es cierto: hay países donde el Estado ha sido más parte del problema que de la solución al desarrollo.
Si miramos el caso argentino, también podemos sentirnos tentados a pensar que el Estado ha sido el gran obstáculo para nuestro desarrollo, sobre todo cuando pensamos en la burocracia inútil, la corrupción o las regulaciones que, en lugar de favorecer el crecimiento empresarial y la creación de mercados, los obstruyen. Y en muchos casos, eso es tal cual. Pero sin ese mismo Estado, hubiera sido imposible que Argentina desarrollara algunos de los sectores productivos más complejos y que más orgullo nos generan como país —en los que además lideramos a nivel regional—, como los satélites, la biotecnología o los reactores nucleares de exportación. No todo lo que toca el Estado argentino lo rompe.
La historia del desarrollo de los países hoy exitosos (Estados Unidos, China, los europeos, Japón, Corea del Sur, etc.) muestra que ninguno transformó su estructura productiva únicamente por obra del mercado. En todos los casos, el Estado actuó como director de orquesta, creando condiciones para que los mercados funcionaran y las empresas se desarrollaran. Y lejos de tratarse de un fenómeno del pasado, esto está más vigente que nunca. En los últimos diez años se multiplicaron, en todo el mundo, las políticas industriales, los planes de transformación productiva y la inversión pública orientada a financiar el tránsito hacia las tecnologías digitales y verdes, estratégicas en el mundo que se viene.
¿Qué implica esto para Argentina? Que necesitamos un Estado que invierta en políticas productivas, planifique el desarrollo y contribuya a crear y expandir mercados. Y para que eso funcione —y no se vuelva parte del problema— es clave transformar al propio Estado, fortaleciendo sus capacidades y mejorando su eficiencia. Quienes creemos en su rol transformador, estamos convencidos de que la agenda de la construcción de capacidades para tener un Estado inteligente debe estar entre las principales prioridades del país.
Idea 3. Los recursos naturales pueden ayudar mucho a destrabar nuestro estancamiento y generar nuevas oportunidades de desarrollo, pero no son nuestra salvación
En los próximos diez años, el crecimiento de las exportaciones argentinas estará en buena medida traccionado por recursos naturales no renovables como los hidrocarburos de Vaca Muerta y la minería de litio y cobre. Esto traerá varias consecuencias: tendremos más fábricas de dólares, lo que generará condiciones para crecer durante varios años sin tropezar con la falta de divisas. También cambiará la geografía económica del país: varias provincias cordilleranas —Neuquén, Jujuy, Salta, Catamarca o San Juan— ganarán peso relativo y abrirán oportunidades para una mayor federalización del aparato productivo. Incluso es posible que una empresa de mayoría estatal —YPF— se convierta en la principal exportadora del país, desplazando a las grandes cerealeras.
Los recursos naturales también pueden dinamizar nuevos encadenamientos productivos, tanto industriales como de servicios: desde maquinarias y tubos para hidrocarburos, hasta servicios geológicos de alta complejidad y pickups para la minería; pasando por ropa de trabajo para alta montaña y servicios logísticos diversos. Existen además oportunidades claras para agregar valor: transformar el gas de Vaca Muerta en productos petroquímicos, o el carbonato de litio en materiales activos para baterías. También podemos usar la renta de los recursos naturales para invertir en educación, infraestructura, ciencia, tecnología e innovación, y así construir nuevos sectores productivos.
Ahora bien, nada de esto ocurrirá por arte de magia. Para que estas oportunidades se materialicen, se necesitan políticas productivas activas que promuevan el desarrollo de proveedores nacionales y agregar valor a la producción primaria. También requiere que usemos la renta para generar los sectores productivos del mañana -y que permitirán que el día después de que se agoten los yacimientos no renovables podamos tener oportunidades- en lugar de fumarsela en pipa en el corto plazo. Y todo esto es un desafío (político, institucional y de gestión) mayúsculo, más aún cuando en un país con 38% de pobres tenemos miles de necesidades básicas por resolver ya.
Aun así, incluso si hiciéramos todo bien con los recursos naturales, con eso solo no alcanza para un país de 46 millones de habitantes. No tenemos tantos recursos naturales per cápita como Australia, que tiene la mitad de nuestra población en un territorio casi tan extenso como Brasil. Por lo tanto, necesitamos sembrar futuro también fuera del núcleo de los recursos naturales y sus encadenamientos. Porque si bien los recursos naturales pueden darnos un gran envión, Argentina requiere una estructura productiva más compleja y diversificada si quiere integrar a toda su población.
Idea 4. No es agro y recursos naturales versus industria, ni pymes versus grandes empresas
El debate productivo argentino ha estado atravesado por grandes zonceras que debemos superar de una vez por todas. Que hay una antinomia entre agro e industria. Que el sector primario y los recursos naturales son intrínsecamente “peores” que el resto, y por eso usamos el adjetivo “primarizante” de forma despectiva —y muchas veces atentamos contra su desarrollo—. Que la industria ya fue, que es una rémora del pasado, y que deberíamos enfocarnos solo en el sector primario y los servicios. Que las industrias asociadas a los recursos naturales (como la alimenticia, la refinación de hidrocarburos o la forestoindustria) son “menos industriales” que otras, razón por la cual consideramos primaria la producción de aceite de soja, carne, celulosa o gas natural licuado, cuando en realidad son claramente manufactureras. Que las grandes empresas son malas por definición y que el desarrollo debe ser liderado únicamente por el Estado junto a las pymes.
Primero: cuando miramos lo que ocurre en otros países, vemos que la rivalidad entre sectores productivos es una falsa antinomia. La mayoría de los países desarrollados encontró la manera de potenciar las complementariedades entre sectores. Canadá, Dinamarca o Finlandia son ejemplos claros: tienen sectores primarios fuertes y exportan alimentos, productos forestales, minerales o hidrocarburos, pero también desarrollaron industrias alejadas de esos recursos (como aeronáutica, maquinaria, medicamentos) y servicios intensivos en conocimiento (como software y servicios complejos). Estados Unidos y China también combinan potencia industrial y de servicios con un rol central en el sector primario: EE.UU. es el principal productor de hidrocarburos del mundo y China es el país más minero del planeta. No renunciaron a sus recursos naturales, sino que los pusieron al servicio de su estrategia de desarrollo y, a la vez, fueron mucho más allá.
Segundo: un sector primario fuerte puede impulsar la industrialización. En Argentina, cuando desatendimos al sector primario —prohibiendo exportaciones de alimentos o de energía para favorecer el mercado interno y la demanda de industrias no exportadoras— terminamos exportando menos. Así, nos cavamos nuestra propia fosa industrial: menos sector primario implicó menos dólares para importar insumos industriales y menor demanda de máquinas y equipos que nuestras fábricas podrían haber producido. Por más discurso industrialista que tengamos, sin dólares no hay industria posible. Y, por bastante tiempo más, los dólares van a venir del sector primario.
Tercero: la industria sigue más viva que nunca en el mundo y es clave para el desarrollo argentino. Cerca del 70% de la innovación global es realizada por empresas industriales: autos eléctricos, aerogeneradores, paneles solares, reactores nucleares modulares, semiconductores… todos son productos industriales que hoy explican buena parte del esfuerzo de los países por mover la frontera tecnológica. Incluso en Argentina, la industria lidera la innovación: el 54% del gasto en investigación y desarrollo empresarial proviene de este sector.
Cuarto: el dilema pymes versus grandes empresas también es engañoso. No hay países desarrollados que se sostengan solo en base a pymes y sin grandes empresas. Las grandes empresas son las que generan mejores condiciones laborales —en salario y formalidad— y tienen mayor capacidad de innovar. A su vez, las pymes que logran integrarse como proveedoras de grandes empresas suelen pagar mejores salarios que las que no lo hacen. Más que una rivalidad, necesitamos una escalera de crecimiento: que las pequeñas se transformen en medianas, las medianas en grandes, y las grandes se transnacionalicen.
En resumen: para desarrollarse, Argentina necesita un sector primario más fuerte, muchas industrias, más servicios, más pymes y más grandes empresas. Tenemos que salir del juego de suma cero entre sectores y expandirnos en términos absolutos.
Idea 5. No todos los sectores productivos tienen el mismo potencial a futuro: hay que saber priorizar
Recordemos: el común denominador del desarrollo es contar con estructuras productivas complejas, estrechamente articuladas con el sistema científico-tecnológico. Son los sectores complejos los que impulsan el cambio tecnológico y generan empleos de mayor calidad y mejores salarios. Es lógico: para innovar hace falta talento, y para atraer talento no solo hay que formar bien a nuestras trabajadoras y trabajadores, sino también pagarles bien.
No es casual que la gran disputa entre las potencias se concentre en sectores de alta complejidad —como maquinaria, vehículos, farmacéutica, inteligencia artificial o semiconductores— y no en sectores más tradicionales —como calzado, indumentaria, juguetes o muebles— o eslabones de menor valor agregado —como ensamble de electrónica—, donde la innovación es baja y las condiciones laborales, en general, son más precarias. Estas industrias tradicionales sí cumplieron un rol clave en etapas iniciales de industrialización (y aún hoy son grandes catalizadoras del desarrollo en países que parten de niveles muy bajos, como Bangladesh, Vietnam o la China de hace unas décadas), pero han perdido centralidad en economías con una historia industrial más larga.
La implicancia de todo esto es clara: necesitamos saber priorizar qué industrias tienen mayor capacidad para contribuir a la construcción de una Argentina desarrollada. Contamos con muchas oportunidades en torno a los encadenamientos del sector primario, tanto a través del agregado de valor como del desarrollo de proveedores. Ejemplos del primer caso son la industria alimenticia, la celulosa, el gas natural licuado, la petroquímica o los materiales activos del litio. Ejemplos del segundo son la maquinaria y las pickups para el agro, la minería y la energía, o la biotecnología aplicada al agro.
Pero también tenemos que ir más allá de las cadenas basadas en recursos naturales, promoviendo sectores de alta complejidad donde ya existen capacidades reconocidas. Es el caso de la industria farmacéutica —sin la cual no existiría nuestra biotecnología—, así como de los sectores nuclear y satelital. Incluso hay oportunidades en ciertos segmentos de las industrias tradicionales, donde existen capacidades para competir por diseño y calidad.
En contraste, las oportunidades son menores en otros sectores. Tal es el caso de las actividades ensambladoras con alto contenido importado, como la electrónica o las motos. En las últimas décadas, estos sectores fueron particularmente promovidos por gobiernos con discurso industrialista, que destinaron una cantidad significativa de recursos a pesar de los pobres resultados obtenidos en empleo, innovación o exportaciones.
En un contexto de recursos escasos, debemos concentrar los esfuerzos en sectores con mayor potencial, que puedan crecer sin depender de la promoción estatal infinita.
Y para poder priorizar bien, necesitamos un Estado inteligente, con capacidades técnicas y autonomía frente a los lobbies del sector privado.
***
La Argentina y el desarrollo han tenido un vínculo difícil en las últimas décadas. Podría haber sido un vínculo amoroso, un gran match, pero lamentablemente fue una relación esquiva y complicada. La consecuencia de todo eso es que, a pesar de haber reconquistado la democracia —ojalá que para siempre—, no hemos logrado que las argentinas y los argentinos vivan cada año un poco mejor.
Cambiar esto de una vez y para siempre va mucho más allá de simplemente estabilizar la macroeconomía —que, claro está, es un primer paso importantísimo—. Requiere transformar nuestra estructura productiva. Y eso, a su vez, requiere políticas productivas bien pensadas, que aprendan de lo que funcionó y no funcionó, que estén bien implementadas y que sean sostenidas en el tiempo.
Tener buenas políticas productivas implica animarnos a repensar el Estado y sus capacidades: no se trata de más o menos Estado, sino de qué Estado queremos y necesitamos. Y lograr que esas buenas políticas duren requiere, de una vez por todas, alcanzar esa fumata blanca productiva: un consenso que tenga como una de sus misiones centrales transformar la estructura productiva, para que el desarrollo deje de ser una promesa y empiece a ser un sueño que, por fin, se vuelve posible.
Por Daniel Schteingart y Paloma Varona, con el aporte de todo Misión Productiva que día a día nos motiva a seguir pensando cómo hacer posible la Argentina que queremos.ue, por fin, se vuelve posible.